© Nadia Koval, 2016
© Sergei Prokofiev Jr., иллюстрации, 2016
ISBN 978-5-4483-1355-4
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Después de varios siglos, siendo los servidores de la iglesia, de la aristocracia y de la burguesía, los compositores modernos, finalmente, pudieron llevar a cabo todo lo que deseaban. Luego de un corto período de música nacional-folclórica, se reunieron bajo la bandera del cosmopolitismo y la atonalidad. Si para los músicos había comenzado la era de los nuevos horizontes, para la gran parte de los oyentes de la música clásica, en su sentido común, había terminado de existir. Karlheinz Stockhausen, uno de los líderes de la vanguardia del siglo pasado, subrayaba la importancia de Arnold Schönberg en estos cambios: «El logro de Schönberg consistió en declarar la libertad a los compositores contra los tradicionales gustos de la sociedad y sus medios; la libertad para que la música evolucione sin interferencias. En otras palabras, hizo entender claramente que ahora el compositor ya no permitiría ser golpeado por la sociedad».
El surgimiento de la atonalidad y del dodecafonismo corresponde a una sucesión absolutamente lógica dentro de la música y está fuertemente articulado con los cruciales cambios en la esfera política y social en Europa del principio del siglo XX. Existe una determinación según la cual la tonalidad se compara con el «absolutismo», y cuando éste concluye, llega la atonalidad, que simboliza la «anarquía». Dentro de este esquema, el dodecafonismo sería un nuevo ordenamiento de los sonidos. Un ordenamiento mucho más «democrático», donde no hay ningún tipo de «jerarquías». Si antes la tónica, la dominante y la subdominante tenían mayor importancia en la secuencia musical, ahora cualquiera de las doce notas recibe el mismo «derecho» de ser igual a las demás.
Varios compositores modernos han pasado por la experiencia del dodecafonismo, pero hubo otros músicos que en la época de grandes cambios pudieron abstenerse de la moda y encontrar su propia y original manera de expresión artística. Uno de ellos era Sergei Prokofiev.
Mi propio encuentro con la música de Sergei Prokofiev fue a los nueve años, cuando estaba estudiando piano en la escuela de música. Aprendiendo a tocar la Tarantella sentí que esta obra no se parecía a ninguna otra que estuviese en el programa de estudio; me fascinaba la combinación del enérgico staccato con el lirismo de la parte central. Además, los domingos pasaba delante del televisor para mirar una y otra vez a Pedro y el Lobo. Más tarde, siendo ya estudiante universitaria, asistí a los ballets de Romeo y Julieta y El Ángel de Fuego. Y, obviamente, siempre he estado cautivada por la Sinfonía N° 7 y la Cantata Aleksander Nevski. Pero, definitivamente, ¿qué fue exactamente lo que despertó en mí un gran interés por el compositor? Pienso que se debía al hecho de que Sergei Prokofiev era un músico único que siempre se encontraba en la incansable búsqueda de la originalidad musical y era un valiente innovador, capaz de desafiar a los gustos musicales ortodoxos. Sus propias palabras fueron la mejor confirmación de su credo artístico: «