Estimado lector, créeme si te digo que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso y discreto que pueda imaginarse. Pero ¿qué podía surgir de mi pobre ingenio sino la historia de un hijo seco y arrugado, que nació en una cárcel donde habitan la incomodidad y el ruido?
Por el contrario, el sosiego, la paz de los campos, la serenidad de los cielos, el sonido de las fuentes y la tranquilidad del espíritu ayudan a que las musas se muestren generosas.
Sucede que un padre tiene un hijo feo y su amor por él le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas. Pero yo, que no soy padre, sino padrastro de don Quijote, no quiero que me suceda lo mismo; ni quiero, querido lector, pedirte que perdones las faltas que veas en este hijo mío; al contrario, di libremente todo lo que quieras de esta historia sin temor.
Quisiera dártela sin presentaciones ni explicaciones de personajes importantes ni autores famosos. Pero me siento confuso. ¿Qué opinión tendrán de mí cuando vean que ahora, a mi edad, escribo una historia pobre de estilo y de conceptos? Esto mismo le dije a un amigo mío, el cual me contestó que, si lo que pretende esta historia es acabar con la autoridad de los libros de caballerías, no hacen falta sentencias de filósofos ni de santos. Bastará con escribir empleando palabras honestas y bien colocadas, e intentar, también, que el triste, al leer la historia, se ría; que el risueño ría más; que el simple no se enfade; que el discreto goce con la invención; que el serio no la desprecie, y que el prudente la alabe.
Con estas buenas razones y consejos, me propongo, sin rodeos[1], ofrecerte, lector amigo, la historia del famoso don Quijote de la Mancha ― de quien opinan todos los habitantes del campo de Montiel[2] que fue el más puro enamorado y el más valiente caballero―, y de su escudero, Sancho Panza, en quien pongo resumidas todas las cualidades que encontrarás en los libros de caballerías. Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no me olvide.
Capítulo I
El famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
[3]
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de escudo antiguo, rocín[4] flaco y galgo corredor. Comía más vaca que cordero, carne picada muchas noches, huevos con tocino los sábados y algún pollo los domingos.
Vivían en su casa una ama[5] que tenía más de cuarenta años y una sobrina que no llegaba a los veinte. Había también un criado que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.
Nuestro hidalgo tenía casi cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada, gran madrugador y amigo de la caza. No se sabe si su nombre era Quijada o Quesada, pero lo más probable es que fuera Quejana.
Este buen hidalgo dedicaba sus ratos libres a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó la caza y hasta la administración de su casa. Vendió muchas de sus tierras para comprar libros de caballerías y juntó todos los libros que pudo. El pobre caballero perdía la razón intentando comprender todas las lecturas. Discutía con el cura de su aldea sobre cuál había sido el mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula